Ni la enfermedad, ni el miedo, ni las cicatrices invisibles.
Ni el cansancio que no se ve, ni los días en que el cuerpo pesa más que el alma.
Aquí estoy, de pie, a mi manera.
Y con eso basta.
He aprendido que luchar no siempre es gritar,
que se puede tener el cuerpo roto y el alma encendida.
Que el amor propio no se va con el dolor, sino que, a veces, nace justo en medio de él.
Un “aún sigo aquí”, dicho sin rabia, pero con toda la dignidad del mundo.
Porque sí, la vida duele, pero, mientras el alma resista, seguiré aquí.
Hay días en que el cuerpo parece rendirse antes que la mente,
días en que el dolor pesa más que las ganas,
días en que el miedo quiere quedarse y la esperanza se esconde.
Pero, aun así, el alma resiste.
Resiste cuando el mundo se vuelve silencioso y la batalla es invisible.
Resiste en cada respiración, en cada gesto pequeño, en cada momento que decides no ceder.

Este es un testimonio de esa resistencia silenciosa.
No se habla de héroes ni de victorias grandiosas, sino de lo cotidiano y real:
la valentía de levantarse una vez más,
la belleza de seguir siendo tú, a pesar de todo,
la fuerza que nace cuando decides amar la vida, aunque duela.
Aquí no hay excusas ni promesas fáciles.
Solo hay verdad y alma, y la voluntad inquebrantable de seguir adelante.
Mientras el alma resista, hay vida.
Y mientras haya vida, hay lucha, hay luz, hay esperanza.
La vida no se mide en velocidad ni en kilómetros recorridos.
Se mide en momentos, en la capacidad de aceptar lo que no controlamos
y seguir adelante con la dignidad intacta.
No siempre podemos avanzar cuando queremos,
pero siempre podemos elegir cómo vivir la espera.
La fuerza no es solo el impulso, también es la pausa consciente.
No es solo el llegar, sino el saber estar.
Mientras el alma resista, hay espacio para respirar, para adaptarse,
para levantarse una y otra vez, aunque el camino sea lento,
aunque los cambios lleguen sin avisar.

No hace falta correr para llegar.
Basta con no detenerse.
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